Carolina
Donnari
Umberto Eco señala que “el rizoma es [...] el lugar
de las conjeturas, de las apuestas, de los azares, de las reconstrucciones, de
las inspecciones locales descriptibles, de las hipótesis globales que deben ser
continuamente replanteadas”. En Encuentros en el fin del mundo encontramos,
precisamente, una mirada rizomática, que busca captar la realidad como una
trama de relaciones infinitas, espontáneas, imprevisibles; que busca mostrar
que “lo dado” no es nunca algo cerrado ni definido de antemano. Podría decirse,
incluso, que estamos delante de un rizoma sin otro nodo central más que la idea
misma de azar y contingencia. El apabullante blanco del continente antártico
sirve como escenario de una cuestión determinante: la pregunta por lo
indeterminable del devenir y la experiencia.
Al comienzo del film, nos encontramos con una
escena de la base McMurdo en pleno funcionamiento: maquinaria pesada abriendo
caminos, diferentes tipos de vehículos transitando, etc. La fuerza de la
máquina ha hecho ceder las nieves eternas, y éstas se mezclan ahora con la
tierra congelada. Se hace patente allí el obrar humano como fuerza
domesticadora, como generadora de espacios “habitables”. Pero apenas comenzamos
a interiorizarnos en la experiencia de cada uno de estos individuos -a los que
no por casualidad Herzog llama “soñadores”- comienza a manifestarse ese “otro
lado” de todo habitar: la fuerza vital irreductible, la contingencia, lo
azaroso.
Aquí y allá van articulándose los distintos
aconteceres que la cámara capta, aglutinados por un sentido de pertenencia a la
planicie blanca: el trabajo de los biólogos marinos, los zoólogos, el de los
físicos, los vulcanólogos, también el de quienes desarrollan tareas operativas:
conductores, granjeros, etc. Y justamente aquí, donde otro tipo de realización,
más estandarizada, se detendría y fijaría la atención, es donde Herzog
despliega su enfoque rizomático.
El director alemán tiene una predilección por poner
la atención en lo que a primera vista pudiera parecer marginal, anecdótico. Así,
cuando entrevista a un obrero metalúrgico, no hay ninguna pregunta relativa a
su tarea. Por el contrario, el foco está puesto en la forma de sus manos, de su
cuerpo, y en la historia que esas formas narran: una conexión casi irreal con
alguna antigua familia real azteca. De la misma manera, la cámara nos permite
ver a un granjero que además es lingüista, un conductor que además es filósofo,
un grupo de biólogos que también son músicos de rock. No sólo la complejidad de
lo humano testimonia esta mirada: también lo hace el retrato de aquel pingüino
solitario que, desafiando toda regularidad científica, camina decidido hacia su
muerte segura en el interior del continente, lejos de toda fuente de comida.
En cada uno de estos casos se hace manifiesto un elemento
disruptivo e inclasificable. Lo que se enuncia de este modo es lo fortuito, lo
contingente, como marca insoslayable e inevitable de todo “ser en el mundo”. De
esta manera, la mirada de Herzog parece trastocar uno de los principios
fundamentales del pensamiento occidental: ¿hasta qué punto, en efecto, se
pueden señalar los límites entre esencia y “accidentes”? Encuentros en el fin
del mundo nos sugiere que no hay realidades sustanciales definidas de antemano,
no hay clasificaciones capaces de acaparar lo inesperado, lo azaroso, lo
múltiple del devenir y la existencia; que toda etiqueta que usemos para
describirnos o para describir la realidad es válida sólo si se la considera
como parcial y perecedera.
María Victoria Gomez Vila
La película de Werner Herzog es un
viaje hacia nuestra propia fascinación por un lugar que existe en nuestro
planeta, pero que no forma parte de nuestro mundo. Así pues, la Antártida es
vista como un conjuro de múltiples realidades, ya sean superficiales,
submarinas, subterráneas, etc.
Un primer elemento que impacta es el
establecimiento de enlaces entre disciplinas aparentemente disímiles. De alguna
manera, el film logra despertar al artista dentro del científico. ¿Cómo no
estremecerse ante el relato de un glaciólogo? “Bajo mis pies, siento el ruido del
glaciar. Escucho el llanto del hielo, me dice que va al Norte. Ése es mi sueño”.
Hay, a su vez, un entretejido del lenguaje poético con las imágenes
tecnológicas. Herzog se pregunta mientras filma el interior de un avión que lo
lleva hacia la base McMurdo: “¿A quién iba a conocer en la Antártida? ¿Cuáles
eran sus sueños? Volamos hacia lo desconocido, un vacío que parecía infinito”.
Un segundo elemento es la presentación
de la ciencia en calidad de productora de conocimientos. Cuidado, puesto que no
es entendida como una tradición de certezas sino como un sinónimo de
incertidumbre. El pensamiento científico es aquel rumbo que cambia
constantemente de dirección y quienes componen la comunidad científica son
plenamente conscientes de ello. “Podemos sobrevolar el iceberg”, dice el
glaciólogo, “pero en verdad él está por encima nuestro, porque es un misterio
que no comprendemos (…) y que da miedo”. La película se anima inclusive a
explorar algo más allá de lo típicamente asociado a lo científico-instrumental,
ya que propone a la ciencia como una experiencia vital. Cada persona que
recorre aquel espacio explica sus estudios no desde una reproducción de
contenidos, sino desde los recuerdos, las vivencias, las sensaciones. Un
filósofo perdido por allí en la Antártida afirma que “una de las
manifestaciones de la realidad son los sueños”. Lo que importa detrás de las
historias de cada científico es la búsqueda de ese sueño que lo impulsó a
dirigirse allá. La ciencia no es sólo tabulación, sino más bien fascinación por
los ruidos, las grietas, las formas, las especies.
Los materiales de creación fílmica
empleados por Herzog son múltiples. Las preguntas, con su carácter disruptivo,
tienden lazos entre planos desiguales. De este modo, los interrogantes del
cineasta le abren una puerta al entrevistado para que sus respuestas sean algo
más que el recitado de datos fácticos adquiridos. Introduzco algunos bellos
ejemplos: “¿Hay locura entre los pingüinos?” “Los hombres y otras criaturas,
¿salieron del mar para escapar del horror?”. Otro material indispensable en el
film son los testimonios orales, dado que ellos aportan valores de verdad en
ese contexto. La palabra de un mecánico, de un plomero, de un director de cine,
dice mucho más que un cuadro comparativo. Finalmente, las imágenes aportan al
espectador una experiencia estética de lo no-humano. Quien contempla las tomas
del paisaje antártico puede vivir lo ruidoso, lo feo, lo aterrador, lo
silencioso, lo bello.
En definitiva, la película cuenta con
una impronta laberíntica. Sus preguntas se vuelven rizomáticas, sus imágenes resultan
hipnóticas y su gesto de complicidad con el espectador inserta una premisa que
dice “es más bella la intriga que la certeza”. ¿Qué representa esta propuesta
para el cine? Una cámara que actúa a modo de ojo invisible cuya función es la
de revelar nuestra propia fascinación. En clara consonancia con las aserciones
del filósofo antártico para quien “nosotros somos testigos de que el universo
es consciente de su gloria”.
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